Hugo Gola II

Para el escritor la vida es el gran interrogante, algo que importa más que la escritura. es ella la que le ocasiona conflictos. nunca sabe bien cómo abordarla, cómo vivirla. la escritura es apenas una consecuencia de su conflicto esencial...

los que escriben poesía jamás pudieron alimentarse con sus palabras. aunque parezca paradójico, esta incapacidad de la poesía para alimentar a nadie, constituye su virtud. es un producto esencial que nunca tendrá mercado, y por ello mismo está fuera, o predominantemente fuera, de toda corrupción...


Hugo Gola I

dice Lin Tsun Yuan: en desacuerdo con el mundo que me rodea consuelo mi pena con la literatura. y sigue hugo gola: ¿quién en el mundo actual podría decir algo semejante? lo que nosotros podemos verificar, sin demasiado esfuerzo, es que la sabiduría, por lo menos en el mundo occidental, no es un estado frecuente. lo que en general sucede es convertir nuestro desacuerdo con el mundo que nos rodea en indignación o airada resistencia. pero la literatura no admite ser abordada desde estos estados de crispación. es probable que si antes no nos despojamos de esa perturbación del ánimo, no entremos en la literatura con la indispensable equidistancia y ecuanimidad que ella reclama. si intentamos servirnos de la literatura para intervenir en los conflictos del mundo, ésta se alejará de nosotros, ya que no acepta ser rebajada a simple medio o a instrumento de nuestra indignación.

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La belleza es en sí misma peligrosa, conflictiva, para toda dictadura, porque implica un ámbito que va más allá de los límites en que esa dictadura somete a los seres humanos; es un territorio que se escapa al control de la policía política y donde, por tanto, no pueden reinar. Por eso a los dictadores les irrita y quieren de cualquier modo destruirla. La belleza bajo un sistema dictatorial es siempre disidente, porque toda dictadura es de por sí antiestética, grotesca; practicarla es para el dictador y sus agentes una actitud escapista o reaccionaria.

La diferencia entre el sistema comunista y el capitalista es que, aunque los dos nos dan una patada en el culo, en el comunista te la dan y tienes que aplaudir, y en el capitalista te la dan y uno puede gritar; yo vine aquí a gritar.

Uno de los casos de injusticia intelectual más conocidos de este siglo fue el de Jorges Luis Borges, a quien sistematicamente se le negó el Premio Nobel, sencillamente, por su actitud política. Borges es uno de los escritores latinoamericanos más importantes del siglo; tal vez el más importante; sin embargo, el Premio Nobel se lo dieron a Gabriela Garcia Marquez, pastiche de Faulkner, amigo personal de Castro y oportunista nato. Su obra, además de algunos méritos, está permeada por un populismo de baratija que no está a la altura de los grandes escritores que han muerto en el olvido o han sido postergados.

(Algunas reflexiones de Reinaldo Arenas, Antes que anochezca)

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Invierno en West Granton

Tommy tiene buen aspecto. Es aterrador. Va a morir. En algún momento entre las próximas semanas y los próximos quince años, Tommy dejará de existir. Lo más seguro es que yo esté exactamente igual. La diferencia es que en el caso de Tommy lo sabemos.
Todo bien, Tommy, digo. Tiene muy buen aspecto.
Sí, dice. Tommy está sentado en un sillón destrozado. El aire huele a humedad y a basura que debería haber sido sacada hace siglos.
¿Cómo te encuentras?
No estoy mal.
¿Quieres que hablemos del tema?, tengo que preguntarle.
La verdad es que no , dice, como suele hacerlo.
Toma asiento torpemente en una silla idéntica. Está dura, y se notan los muelles de la superficie. Hace muchos años que ésta era la silla de un tipo rico. Sin embargo, lleva un par de décadas en hogares pobres. Ahora ha acabado junto a Tommy.
Ahora veo que Tommy no tiene tan buen aspecto. Hay algo que le falta, alguna parte de él; como si fuese un rompecabezas sin completar. Es más que el shock o la depresión. Es como si una parte de Tommy ya hubiese muerto y estuviese buscándola. Ahora me doy cuenta de que por lo general la muerse es un proceso, más que un suceso. Generalmente la gente se muere poco a poco, acumulativamente. Se pudren lentamente en residencias u hospitales, o sitios como éste.
Tommy no puede salir de West Granton. Ha cagado las cosas con su madre. Éste es uno de los pisos con venas varicosas, así llamados a causa de las grietas enyesadas que cubren su fachada. Tommy lo consiguió a través de la línea telefónica de emergencia del Ayuntamiento. Quince mil personas en la lista de espera y naide quería éste. Es una prisión. En realidad no es culpa del Ayuntamiento; el gobierno les obligó a vender todas las casas buenas, dejando la escoria para los tipos como Tommy. En términos políticos encaja a la perfección. Aquí no hay votos para el gobierno, así que ¿por qué te vas a molestar en hacer algo por gente que no te va a apoyar? Moralmente, es otra cosa. Pero ¿qué tiene que ver la moral con la política? Tiene que ver sólo con la guita.
¿Qué tal Londres?, pregunta.
No está mal, Tommy. Más o menos como acá, ¿sabés?
Sí, seguro, dice sarcásticamente.
Sobre la pesada puerta reforzada con contrachapado habían pintado "apestado" en grandes letras negras. "Sidoso y yonqui" también. Los niños pirados acosan a cualquiera. Nadie le ha dicho nada a la cara a Tommy aún. Tommy es un hijo de puta que está chachas, y cree en lo que Begbie llama disciplina del bate de béisbol. También tiene colegas duros, como Begbie, y colegas no tan duros, como yo. A pesar de esto, tommy se volverá más vulnerable a la persecución. Sus amigos se reducirán en número al ir aumentando sus necesidades. Las matemáticas invertidas, o pervertidas, de la vida.
¿Tú te hiciste la prueba?, dice.
Sí.
¿Limpio?
Sí.
Tommy me mira como si estuviera enfadado y suplicando, ambas cosas a la vez.
Vos te picaste más que yo. Y compartías herramientas. Las de Sick Boy, Keezbo, Raymie, Spud, Swanney... empleaste las de Matty, me cago en todo. !Decime que nunca usaste las herramientas de Matty!
Nunca compartí, Tommy. Todo el mundo lo dice, pero nunca compartí, en todo caso, no en los chutódromos, le dije. Es curioso, me había olvidado por completo de Keezbo. Lleva un par de años encerrado. Hace siglos que tenía la intención de ir a visitar al imbécil. Sé no obstante que ese momento nunca llegará.
!Mierda pura! !Cabrón! !Tú compartiste, cojones! Tommy se inclina haci adelante. Está empezando a llorar. Recuerdo haber pensado que si él lo hacía quizá yo también lo hiciera y eso. Todo lo que siento, sin embargo, es una ira horrible y asfixiante.
Nunca compartí, sacudo la cabeza.
Se sienta otra vez y sonríe para sí, sin mirarme siquiera, mientras habla reflexivamente, ahora isn ninguna amargura.
Es curioso cómo resulta todo, ¿eh? Fueron tú y Spud y Sick Boy y Swanney los que me metieron en esto de la heroína. Yo solía sentarme y chupar con Segundo Premio y Franco y reírme de ustedes, y llamarlos los primos más ingenuos del mundo. Entonces corté con Lizzy, ¿te acuerdas? Fui a tu casa. Te pedí un pico. Pensé: A la mierda, probaré lo que sea una vez. No he parado de probarlo una vez desde entonces.
Me acuerdo. Cristo, sólo hace unos pocos meses. Algunos pobres cabrones simplemente están mucho más predispuestos hacia la adicción a ciertas drogas que otros. Como Segundo Premio con el alcohol. Tommy se metió en el jaco con pasión. En realidad nadie puede controlarlo, pero he conocido a algunos hijos de puta, entre ellos yo, que se defienden. Lo he dejado varias veces. Dejarlo y volver a picarse es como ir a la cárcel. Cada vez que vas a la cárcel, disminuye la probabilidad de que alguna vez estés libre de ese tipo de vida. Es igual cada vez que vuelves al caballo. Disminuyes tus posibilidades de ser capaz de prescindir de él algún día. ¿Fui yo el que animó a Tommy a meterse el primer pico simplemente por tener las herramientas ahí afuera? Es posible. Es probable. ¿Cómo de culpable me hace eso? Bastante.
De verdad que lo siente, Tommy.
No sé qué mierda hacer, Mark. ¿Qué voy a hacer?
Me limito a sentarme con la cabeza algo inclinada. Quería decirle a Tommy: sigue con tu vida. Es todo lo que puedes hacer. Cuídate. Quizá no enfermes. Fíjate en Davie Mitchell. Davie es uno de los mejores colegas de Tommy. Es seropositivo y nunca ha tomado jaco en la vida. Sin embargo, Davie está bien. Lleva una vida normal, bueno, una vida tan normal como la de cualqueir tipo que yo conozca.
Pero sé que Tommy no puede permitirse los gastos de calefacción de este cuchutril. No es Davie Mitchell, ya no digamos Derek Jarman. Tommy no puede meterse en una burbuja, vivir al sol, comer buena comida fresca, mantener estimulada su mente con nuevos desafíos. No vivirá ni cinco, diez o quince años antes de ser triturado por la neumonía o el cáncer.
Tommy no sobrevivirá al invierno en West Granton.
Lo siento, colega. De verdad que lo siento, me limito a repetir.
¿Tienes algo de tema?, pregunta, levantando la cabeza y mirándome directamente a los ojos.
Ahora estoy desenganchado, Tommy. Cuando se lo digo, ni siquiera me mira con escarnio.
Subvencióname, pues, colega. Estoy esperando el cheque del alquiler.
Revuelvo en mis bolsillos y saco dos billetes de cinco arrugados. Estoy pensando en el funeral de Matty. Todo apunta a que el de Tommy será el siguiente y no hay una puta mierda que nadie pueda hacer al respecto. Sobre todo yo.
Agarra el dinero. Nuestros ojos se encuentran y entre nosotros sucede algo. No lo puedo definir, pero es algo realmente bueno. Está ahí durante un segundo; y después desaparece.


(Irvine Welsh, Trainspotting)

Miguelitos

Se me ocurrió que podría escribir una poesía justo cuando las palabras se me venían todas juntas, esa sensación de libertad instantánea que pareciera que finalmente lo vas a poder expresar todo y no. Parece tan fácil escaparle a las ataduras (¿cuál es el género de lo real?) y a las estructuras a veces: esas malditas piezas de rompecabezas que hacen que nos inclinemos ante el edificio macizo del lenguaje. Pensaba, mientras trotaba por la calle, en una poesía que empezara más o menos así: arrojo miguelitos al asfalto para herir a los autos. Y rápidamente, qué mal me suenan alto y autos, y cambio, entonces, por calle. Queda: arrojo miguelitos a los autos para herir a las calles. Pienso. Qué sentido tienen las calles heridas por esos escorpiones del asfalto siempre listos para la guerra. Qué sentido tienen sino para cobrársela a algún hijo de puta que te tira el auto encima. ¿Dónde están las caballerizas? ¿A dónde fueron a parar los guardianes del buen orden? Vuelvo a buscar en el mismo origen: se puede bordear lo inexpresable, ¿se puede? Plantarle un cerco a ese hueco miserable de lo real, ¿se puede? Otra vez: arrojo miguelitos a las calles para herir a los autos. Y sigue lo que serían un montón de palabras sueltas: rieles, plataformas, coincidencias, encuentro, esquina, rubia, yo. Va de nuevo: Yo arrojo miguelitos a la calle para ver/ la herida. La zanja abierta por donde caminé ayer y vi pasar los autos fúnebres con el muerto que es mi padre, sí, mi padre, y se lo llevan. Yo lo llevo. Lo cargo sobre mis hombros como mis hijos cargarán alguna vez mis cenizas. Esa es la ley de la vida. Quizás por esta misma calle en la que yo hablé con mi padre por última vez me transporten mis hijos. Como cuando yo por primera vez hablé como padre y no sentí dolor sino alivio. Un dolor que no era sino alivio.

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Quizás, las pequeñas historias y las grandes epopeyas nunca son parelelas, los destinos minoritarios siguen escalados por las políticas de un mercado siempre al acecho de cualquier escape. Y en este mapa ultracontrolado del modernismo las fisuras se detectan y se parchan con el mismo cemento, con la misma mezcla de cadáveres y sueños que yacen bajo los andamios de la pirámide neoliberal.

(Pedro Lemebel, Loco Afán, Anagrama, 2000)

Recta Martinoli

1. Son las seis de la mañana. La piel seca se me agrieta a causa del frío. Ni qué hablar de la espantosa helada que está cayendo sobre los techos, la escarcha que en pocas horas cubrirá el pasto de blanco. Me froto las manos, una contra la otra como si fuera a encender un fuego con un palito, utilizo mi aliento para cortar el aire helado y darles un alivio. Cuando no estoy caminando, trato de no quedarme quieto ni un segundo, dando saltitos o pequeños pasos en el lugar para no congelarme: aún faltan dos horas para las ocho, pienso. Ciento veinte minutos que parecen una eternidad y en los que, además, debo permanecer bien alerta, porque es cuando los chicos, la mayoría de veces borrachos o muertos del cansancio, regresan del boliche. Parece que soy el único pelotudo que labura un sábado a la noche.
Con la linterna alumbro el frente de las casas, entre las plantas. Sólo las que pagan, claro: esas se encuentran bajo mi protección. Porque hay quienes se resisten siquiera a hacerme un aporte por fuera de la compañía. Yo aceptaría cualquier cosa, si igual tengo que pasar la noche acá. Traté de hablar con varios dueños pero cuando me acerco se suben rápido a los autos, no me dan tiempo a nada, ni a explicarles. Yo a esos los dejo, les doy la espalda: ojalá les caguen choreando. Faltaría que después me acusen a mí, encima.
Mi recorrido es simple y siempre el mismo, prácticamente una línea: Ticho Brahe, entre Pascal y la Recta, ida y vuelta. Por suerte la YPF me queda al toque y cada tanto me hago un llegue y tomo algo caliente: un café o un té. Charlo con los playeros para matar el tiempo. Alcohol no, no mientras trabajo. Debo ser el único boludo que no toma alcohol un sábado a la noche.

Ahora estoy justo frente a la estación: hay una Kangoo cargando nafta. El dueño debe haber bajado para apurar el trámite de la tarjeta, de lo contrario no se entiende que el surtidor siga abierto. ¿Y el playero? ¿Será el José? Siempre hace lo mismo el boludo, pone la manguera y se va. Cuando la puerta corrediza se abre y un tipo sale caminando hacia atrás, recién ahí me doy cuenta: en el piso, se ven las botas inconfundibles del José. Saco el arma y corro hacia la estación.

2. Los autos se hallan estacionados, uno detrás del otro, junto a la hilera de árboles que rodean al La salle. Por ahora son sólo cuatro alfiles pelados de un tablero sin fichas, aunque, seguramente, el número de coches se amplíe a lo largo de la noche. Las luces naranjas de la calle reflejan mejor el color plateado de las hojas de los plátanos. Es una luz oblicua que ilumina, además, el interior de los vehículos. Se puede ver con claridad a sus ocupantes, charlando y pasándose el mate; o con un termo de café, otros, simplemente aguardan en sus asientos.
En un Palio hay una pareja. El hombre fuma con la ventanilla baja mientras que la mujer, con los pies apoyados en la guantera, se lima las uñas. Cada uno en sus cosas y en silencio. Suena un tema de R.E.M: Man on the moon, y el tipo sube el volumen. Ella no le presta atención. Sigue arreglándose las manos con una destreza increíble a la luz del alumbrado público. El hombre mira por los espejos retrovisores: sólo algunos pocos autos pasan por la Recta. Los semáforos titilan intermitentes, amarillos. Una brisa mueve apenas las ramas de los árboles.
La última bocanada es larga y profunda y casi con asco termina el cigarrillo arrojándolo a la vereda. Ya no sabe qué más hacer. Y eso que el colegio abrirá sus puertas recién a las siete: faltan exactamente cinco horas, piensa. ¿Habrán hecho lo mismo los viejos para inscribirme a mí?
¿Qué dijiste?
No, nada.
Ella se da vuelta, reclina el asiento y se acuesta.
Me tiro un ratito.
Dale, yo me quedo, dice él.
Baja el volumen, reposa la nuca en la cabecera del asiento. Su mirada se topa con la fachada del La Salle. Los recuerdos le vienen como olas, arbitrariamente y sin ningún orden: los campeonatos de fútbol, el mal aliento de la vieja de física, los fogones en el campo de deporte, la chupina en el día de su cumpleaños, o la vez cuando le quemaron la carpeta al Sifón, pobre Sifón, encima se había llevado la materia y todavía tenía que rendirla. Entre los recuerdos se entremezcla un sonido indescifrable. Recuerda el ventilador ruidoso y las paletas llenas de mayonesa y el pizarrón salpicado y la cara, entre incrédula y despavorida, de la profesora de matemática mientras se miraba la ropa. El sonido sigue como una radio mal sintonizada, un auto con el escape suelto…
¿Qué? ¿Qué pasó?
Es mi vieja, dice que Francisco no para de llorar y que pide por nosotros, que si no, no se va a dormir. Dice que vayamos.
Vamos a perder el lugar.
Qué importa, Rafael.


Kike



El 30 de mayo este tipo te tira un penal
si lo atajás
te llevás un libro.



Para participar de la promo, antes, tenés que jugar contra estos:



y ganar...


A las 11 nos juntamos en Gomez Pereira, la sede el gremio y del locro, para los que conocen y para los que no.



Y nunca te olvides:





Agarrá la lupa y fijate:

Subidas, bajadas

1. En la subida hay que regular, retener el aire en los pulmones la mayor cantidad de tiempo, dejar que el oxígeno fluya por las arterias hacia cada parte de nuestro cuerpo. Como si pudiéramos sentir el sabor húmedo del proceso dentro de nosotros, respiramos casi todos a la vez: un gran respirador artificial que inhala y exhala suspiros y silbidos inconstantes y desparejos, algunos más breves que otros. Los del gordo Leo, por ejemplo, son cortos y pequeños, desesperados. Los de Capocha parecen el chirrido de un globo desinflándose. El negro Franco, por su parte, y en armonía con el resto, respira extendida y profundamente.
Si uno se queda lo empujamos hasta que no pueda más y se haga a un lado, las manos en las rodillas, la cabeza gacha como si fuera a vomitar. La parte más difícil de la bajada del Club Teléfono está al final y nos exige un último esfuerzo, sobretodo si al Guille se le ocurre dividirnos de a pares, por igualdad de peso, y nos manda a subir con otro a nuestras espaldas: esa es la peor parte. Se siente en las rodillas. Y se puede ver la transformación que sufren nuestros rostros a la quinta o sexta vuelta: colorados, exhaustos, desfigurados.
Cuando descendemos, llenamos los pulmones a más no poder, y por un momento, quizás, el de la bajada, dejamos de ser aquel nosotros amorfo para volver a pensar como seres individuales. Aprovecho para mirar las estrellas, las luces anaranjadas de la noche, la copa negra de los árboles allá abajo. Pienso en lo grandioso que sería, por un instante, no pensar: olvidarse de quién es uno y no preguntarse más el por qué de las cosas. Todo se resume a esta pendiente empinada que tendré que subir apenas toque otra vez el fondo.

2. La tormenta paró hace algunos minutos y los dos hermanos aguardan ansiosos en el porche de su casa para salir lo antes posible. De botas y piloto azul, cada uno sostiene su barquito de papel bajo el brazo, tapándolo para que no se moje con las gotitas intermitentes que aún no han cesado de caer o como simple prevención, por si a alguno, en especial a Pablo, el más grande, se le ocurre hacer un chiste y zamarrear las ramas de un árbol. Salen por Pelagio Luna hacia La Tablada. Se detienen en la esquina antes de llegar. Acá está bien, dice Pablo. La correntada es una mancha furiosa que sube las veredas y desciende en línea recta a todo lo que da. El primero que llega a Sagrada Familia, gana.
A Germán le tiemblan las manos, y aunque ha preparado su barco teniendo en cuenta casi todos los detalles, pensando en los inconvenientes que pudieran presentarse, está nervioso. Pablo, por el contrario, está muy tranquilo, y a pesar de que acá no podrá hacer valer su edad ni su fuerza, a Germán aquella tranquilidad lo pone más nervioso todavía. En eso, Pablo se arrima a la calle y deja caer su barco lo más alejado posible del cordón. Ya, grita. Germán se desespera. Los dos juntos, dice. No vale. Y cuando apoya su barco en el agua, el de Pablo ya se ha disparado y le ha ganado varios metros. Las reglas son claras: ninguno puede tocar ni ayudar a su barco. El primero que se inunda pierde.
Ambos los siguen bien de cerca. A Germán le encanta adelantarse y esperarlo arrodillado en la vereda hasta que pase, enfilado desde arriba, para empujarlo, tal vez, con la mirada. En ese momento, él no se da cuenta pero Pablo, que está más abajo, ya le cruzó un ladrillo en el trayecto y se ríe para sus adentros. Cuando Germán ve el ladrillo, reza para que su barco no se trabe. Se ha hecho como un remolino, el agua pega en la parte plana del ladrillo y busca salida por los costados. Por suerte, el ladrillo no aguanta mucho tiempo en esa posición vertical y se termina cayendo de manera tal que el agua lo pasa por encima y el barco de Germán también.
Los peores sitios son las esquinas, Germán lo sabe bien, el agua se acumula u otra afluente se suma a la principal provocando olas inesperadas que harían tambalear a cualquier embarcación; o las deformidades del asfalto, una lomada, por ejemplo, donde el agua se amontona, te puede hacer perder varios minutos y en estas carreras el tiempo es esencial.
El barco de Pablo esta cada vez más mojado y pesado. El de Germán, en cambio, por la doble capa de papel que usó para su construcción, se desliza suave y veloz por la superficie. Aún así, no lo ha alcanzado todavía y Germán espera hacerlo en el último trayecto, después de la Pillado, cuando la pendiente se hace más pronunciada.
A Pablo no le quedan muchos recursos para impedir el triunfo de su hermano: su barco inevitablemente se hunde. Así que espera una honesta suspensión de la carrera, por mal tiempo u accidente, la causa que sea, no importa. Y como si su pensamiento lo hubiera llamado, un Gol dobla en la esquina y acelera por el medio de la calle salpicando a los costados. Ninguno de los dos resiste la embestida. Germán se agarra la cabeza: No vale, dice. Yo gané, tu barco se hundió antes. Mentira, contesta Pablo. Los dos se hundieron al mismo tiempo. Además el mío está primero, fijate. Gané yo.

(publicado en revista Matices, mayo, 2009)



Esquinas

1. A la salida de la escuela siempre se juntan ahí, en el mismo lugar, el vértice más pequeño de las cinco esquinas. Hay un kiosco, dos mesitas y varias sillas y compran Cocas y sándwiches y se sientan a comer; algunos incluso se animan y hasta prenden un cigarrillo o toman una lata de cerveza.
Un tipo pasea a su perro sin la correa cerca del árbol de la esquina. El primer latazo que sale disparado desde el kiosco da en el lomo del animal. El tipo no tendrá más de 25 años y cuando los chicos se dan cuenta de que se les viene encima se sorprenden como si no lo hubieran visto antes y creyeran que el perro andaba solo y sin dueño. Dos se meten adentro del kiosco, como si fueran a comprar y los otros dos se quedan quietos. El hombre les muestra la lata y ellos hacen como si nada, ni lo miran, se hamacan sobre las patas traseras de las sillas. Entonces, justo en el momento en que la silla queda suspendida en el aire, el tipo le pega una patada y el que está a la izquierda se cae de espaldas. El otro atina a levantarse pero el tipo lo detiene de inmediato, prácticamente, le aplasta la lata en la cara. Cuando se va con su perro, los chicos que estaban adentro salen y ayudan a sus amigos a levantarse.

2. El auto está subido al cordón de la vereda, sobre Cordillera, tiene el capó abierto, la punta aboyada, los dos focos destruidos. Un hombre apantalla a una mujer recostada sobre la vereda. Llamen a la policía, dice. Soy jueza. Soy jueza, repite. La esquina se ha transformado en una trampa desde que el semáforo titila intermitente en las horas pico de calor, aunque la mujer pareciera sufrir más por eso, por el calor, y por el susto, claro, que por el accidente en sí.
Varias personas se arriman hasta el lugar. La jueza explica en voz alta que algo o alguien se le cruzó y que quiso esquivarlo, pero alrededor no hay nada, no hay frenadas, ni marcas extrañas, sólo el Focus último modelo incrustado en el cartel de la calle. Venía justo por allá, dice. ¿Está segura? Le pregunta uno. Soy jueza, responde ella. Llamen a la policía, a la policía, por favor. Tranquila, señora, ya llamaron. La jueza se pone de pie y camina alrededor del auto. Con las manos se agarra la cabeza. ¿Se siente bien, señora? Una gota de sangre le cae por la nariz. Tome, aquí tiene. El hombre le alcanza un pañuelo pero la jueza no acusa recibo y se limpia con el puño de la camisa. Un chico que acaba de llegar se acerca hasta la jueza y la abraza. Ya está bien, le dice. La policía, responde ella. Quiero dejar asentada la denuncia en la seccional 14. Bueno, mamá, pero ahora subí al auto. El chico se da vuelta y le agradece al hombre que estaba junto a la jueza. Él quiere explicarle lo sucedido y el hijo le dice que no se preocupe, que no es la primera vez. Se meten al auto, lo enciende, lo baja de la vereda y desaparecen por la Spilimbergo.

3. Acaban de salir de La Cuadra. Se los ve hablar, primero, en la esquina de Nuñez y Battle Planes, ella de remerita y jeans, él camisa y pantalón, enfrentados y con cierta distancia al comienzo, ella levanta la voz y a él parece no importarle, se le arrima igual y le gana terreno, le acerca la cara a su boca y ella lo aparta, le pide que le preste atención, mira alrededor como si alguien pudiera estar viéndola; a las cuatro de la mañana sólo quedan algunas personas dispersas por ahí. Y entonces él la sorprende, la toma de la mano y ella lo deja y cede y por un instante desaparecen detrás del poste de la luz. Cuando se muestran nuevamente él tiene la cabeza apoyada en el hombro de ella como un boxeador exhausto, ella trata de enderezarlo, lo acaricia, intenta sentarlo, pero él se resiste y la besa y ella ahora no lo corre ni se esconde, lo agarra de la mano y lo lleva tambaleante hacia adentro, hacia el corazón más oscuro de la manzana.

4. Hay un hombre semioculto entre las ramas que sobresalen por la reja de una casa y una paresita de ladrillos. Peinado a la gomina, anteojos con marcos negros y gruesos, lleva sobretodo hasta el piso y unas zapatillas deportivas. Camina hasta el cordón y vuelve. Enciende un cigarrillo. Va de una punta a la otra. El murmullo de su voz es monocorde, apenas audible, una sola y misma idea que se repite constantemente sin el firme sostén que otorga la palabra. Por momentos se pone de espaldas, como si fuera a hacer pis, y parece ensañarse con alguna parte de su cuerpo debajo de aquella vestimenta oscura. Cuando se acerca una chica por Marcos Sastre, el tipo se da vuelta y se sienta con el sobretodo abierto entre las piernas. Pasan unos segundos hasta que ella empieza a correr.

(publicado en revista Matices, abril, 2009)

Los bárbaros

No hay fronteras, no hay civilización de un lado y del otro bárbaros: existe únicamente el borde de la mutación que va avanzando, y que corre por dentro de nosotros. Somos mutantes, todos, algunos más evolucionados, otros menos (...)

Abandonar el paradigma del choque de civilizaciones y aceptar la idea de una mutación en curso no significa que deba aceptarse cuanto sucede tal y como es, sin dejar huellas de nuestros pasos. Lo que llegaremos a ser sigue siendo hijo de lo que quisiéramos llegar a ser (...)

De lo que se trata creo es de ser capaces de decidir qué hay, en el mundo antiguo, que queramos llevarnos hasta el mundo nuevo. Qué queremos que se mantenga intacto incluso en la incertidumbre de una viaje oscuro. Los lazos que queremos romper, las raíces que no queremos perder, las palabras que queremos seguir pronunciando y las ideas que no queremos dejar de pensar (...)

Porque todo lo que se salve no será de ninguna manera lo que mantuvimos a salvo del tiempo, sino lo que dejamos que mutara, para que se transformara él mismo en un tiempo nuevo (...)


(Alessando Baricco, Los bárbaros, ensayo sobre la mutación)

Plazas

1. De un caño roto sale un chorro de agua que inunda parte de la plaza de Israel. Tres chicos en bicicleta atraviesan esa cortina acuática, mojándose; el calor es insoportable. Otro grupo de chicas los observan sentadas sobre el mástil sin bandera, frente al árbol de hojas redondeadas que está en el centro de la Estrella de David, la forma arquitectónica del lugar. La placa de hierro clavada a la pared de lajas es igual a la de cualquier otra plaza de la ciudad salvo por las manchas de aerosol violetas y azules.
Los chicos vuelven pero esta vez armados, y cuando pasan por el lado de las chicas descargan un arsenal de bombuchas como si fueran metralletas, ellas corren inseguras por los muros de la plaza como si recorrieran las puntas filosas de un hexágono; se cubren entre ellas, ahí arriba, entregadas a la buena puntería de los varones.
Uno de los chicos se baja de la bici. A paso firme se acerca a donde están las chicas abrazadas, hechas un ovillo; se acerca casi hasta la distancia de su brazo, y entonces, sin dudarlo, baja la mano y la asienta sobre el culo de una de ellas hasta que la bombucha estalla.

2. Las plazas de Córdoba son plazas de cemento, grandes cantidades de cemento como si no bastaran el asfalto ni las veredas, las casas o los canteros que esconden las flores. Los árboles son un alivio; el pasto, por lo general, grandes manchas marrones que indican donde los chicos juegan al fútbol o andan en bicicletas.
A las tres de la tarde lo último que piensa aquel hombre que está cruzando la plaza es que caerá fulminado al piso y, efectivamente, así sucede, no puede mover el brazo, apenas alcanza a ponerse boca arriba. Hay restos de botellas rotas a su alrededor. Las piedras se le incrustan en la espalda como clavos. Las ramas de los sauces dan latigazos al vacío aunque el viento es, prácticamente, una brisa inexistente.
Los dos muros de hormigón que bordean el circuito interior de la plaza impiden que cualquiera que pase por la Menéndez Pidal o la vereda vea al viejo tirado. La plaza se ha convertido en una trampa perfecta. La transpiración le moja el cuello de la remera, la saliva se le pega entre las comisuras y respira entrecortado. A su derecha, sobre una de las paredes, ve un dibujo extraño, dos manos negras saliendo por encima de una nube de humo gris; debajo, los restos de una ciudad en llamas.

3. Si por mí fuera, dejaría ahora mismo el auto, y me pondría a jugar al básquet en esta cancha solitaria con un sólo aro en pié aunque tambaleante y torcido. Pocas plazas tienen canchas de cemento para jugar, menos que menos una como ésta, con un animé pintado en el piso que contagia una sensación de vuelo en cada salto, como si el instante del ascenso y descenso durara una eternidad. Enciendo un cigarrillo, arrugo la caja vacía y me la guardo en el bolsillo porque no encuentro ningún cesto donde tirarla. Después me avivo y la saco de nuevo y hago el primer lanzamiento de tres. Fallo. Voy de nuevo, ahora de más cerca. Bien, acierto. No me siento mejor ni distinto.
Me pregunto por qué no viene nadie. ¿Será muy temprano? Espero en la hamaca, hay tres sillas sanas y una colgando de la cadena. Me empujo despacio al principio, después más fuerte. Los autos que pasan por la Victorino parecen subir y bajar, aunque, obviamente, el que sube y baja soy yo sin ir a ningún sitio. Un chico más chico se sienta a mi lado. Capaz que piensa que soy un idiota hamacándome de la forma que lo hago así que paro. Le pregunto donde vive y señala una casa de ladrillo visto. Le pregunto si le gusta el básquet y niega con la cabeza. ¿Y la hamaca? Tampoco ¿El subibaja o la trepadera? Ninguna ¿Y el tobogán? La respuesta es siempre la misma: no. Le pregunto si quiere jugar al básquet y me responde que no tenemos pelota. La imaginamos, le digo. No se puede. Cómo que no. Mirá. Y me pongo de pié y hago un lanzamiento que es, técnicamente, correcto, con las puntas de los pies quebradas hacia adentro, los talones sin separarse nunca del suelo, extiendo las rodillas al mismo tiempo que flexiono los codos, mirando el aro por debajo del triángulo formado por los antebrazos, utilizo las muñecas para darle el envión preciso y terminar lanzando con los dedos la pelota que raspa la red sin rozar siquiera el aro. ¿Viste? Qué tirazo, ¿no? No, yo no vi nada.


(publicado en la revista Matices, marzo, 2009)